Humo y brasas crepitantes, y un océano de absoluta nada. Las llamas saltaron de la madera a su sueño, y lo consumieron hasta que dejó de existir.
Se incorporó. Sintió que tenía algo en sus manos. Se detuvo un tiempo para observar las brillantes esferas que rotaban lentamente sobre sus palmas, y como una orden del día que era, las introdujo en su pecho. La primera, determinación tan fría como el infierno de su mente. La segunda, formada de resignación y un núcleo de melancolía, púrpura como el cielo.
Se puso de pie frente al enorme espejo de su habitación y se observó con calma. Cuando su reflejo se cansó de burlarse de su pasado y se largó frustrado, extendió las alas y atravesó el cristal.
Batió con fuerza sus extremidades, se elevó y se dejo caer, planeó sobre las llanuras, hechas de arcilla roja y tiempo congelado. Jugó con el aire, con sus músculos y sus huesos, con el viento y el silencio. Esos momentos tenían mucha más vida de la que podría desear.
En su viaje sobrevoló ciudades en las que se comercia con pensamientos, aldeas donde las ancianas embotellan sus sueños, océanos fabricados con los primeros pensamientos de todos los seres. Descansó a la sombra de árboles que no son y probó frutos con sabor a canciones robadas y virviriscencias. Observó muy abajo las legiones de carcumen, con yelmos de sangre y filos de odio, recorriendo una senda de lentitud y silencio hacia los ebúrneos muros de la Ciudad de las Luces.
Del vacío en el firmamento que había acompañado su viaje surgió la esfera de llamas. La absorbió con sus ojos, inmóvil, hasta que su cerebro se deshilachó, borboteó y ya no fue. Primero el movimiento del cuello hacia atrás, luego la caída, y finalmente tierra, carne, huesos, crujidos, vacío.
Y allí, sobre las rocas y los eones, sobre todas las cosas y sobre la muerte, floreció.
Publicado el 30 de enero de 2016.